Es el recuerdo más reciente. 7 de julio de 2005. Minutos antes de las 8 de la mañana. Contagiada de mi enfermedad de estar enchufado a las noticias si es posible las 24 horas, Graciela me despierta.
“Mirá el regalo que te hicieron” –me dice, señalando al televisor de la habitación, probablemente prendido desde la noche anterior.
Con los ojos pegados, me di cuenta de que el aparato era el mismo y que estaba allí cuando me dormí. Ese no era “el regalo”.
Se trataba de una noticia fuerte, impactante, capaz de sobrepasar mi cumpleaños, el 44º, y el de nuestra hija Irma, que amanecía con 9 flamantes años. Acababan de atacar Londres y se repetía el 11 de setiembre de 2001 en Nueva York y el 11 de marzo de 2004 en Madrid.
No desayuné; atendí varias veces el teléfono e hice llamadas incluso desde el baño. Los 100 metros que tengo que recorrer hasta la cochera donde guardo el auto me parecieron demasiado largos. La ansiedad me estaba ganando la partida.
Pensaba en la edición, en los equipos de trabajo, en la forma de obtener más información… Olvidé mi cumpleaños y el de Irma, pero recordé otras experiencias anteriores, con coberturas especiales.
Era un día de esos, que se repite cada tanto y que, sin embargo, marcan a la sociedad y a los periodistas.
Este escrito, pensado antes de ese fatídico 7-J como lo pueden corroborar algunos colegas con quienes comenté la intención, es apenas un recuento de todas esas experiencias, compartidas con un grupo magnífico de gente y soportada por mi familia. No tiene más pretensión que la de ser un apunte, susceptible de enorme enriquecimiento, para que la emoción y la angustia que provocan las grandes noticias pueda ser convertida en un producto periodístico que gane el premio más importante: el reconocimiento de los lectores.
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